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Cultură

Mi abuela la asesina

Durante años, no pensé que fuera raro quedarme dormido durante horas, a veces días, después de comer la comida que preparaba mi abuela. Pero ahora creo que me estaba drogando, y que sus experimentos nutricionales pueden haber provocado muertes en mi...
Ilustraciones de Matt Rota

Cuando tenía cuatro o cinco años, a veces entraba en el cuarto de mi abuela y la encontraba llorando. Vaciaba caja tras caja de pañuelos desechables, sentada en el borde de la cama. Creo que era una faceta de sí misma que no compartía con otros. A lo mejor sentía que ella y yo teníamos un vínculo cósmico, porque mi segundo nombre es el de su padre y tengo las mismas facciones delicadas que él. Estaba llorando por su hija Martha, que había fallecido a los 28 años por un melanoma.

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Diez años después lloraría por Norman, su hijo más joven, mi tío, que también murió a los 28.Mi abuela no dejaba de ver cómo la gente a su alrededor se moría —sus hijos, su esposo, su novio—, así que era comprensible su luto perpetuo. Verla allí, hundida en su alta y mullida cama, enclaustrada en la oscuridad del desván, impregnada del olor a piel y saliva propio de la vejez, reafirmaba mi certeza de que las madres nunca tienen lo que se merecen. Ahora, cuando pienso de nuevo en ello, no me pregunto si la abuela tuvo lo que se merecía como madre; me pregunto si tuvo lo que se merecía como asesina.

Hace unos meses, subí a mi mujer y los niños en el coche y salimos a visitar a la abuela.
No la había visto en más de año y medio, y para entonces se había mudado de su casa a un asilo de ancianos y luego a otro. Yo no tenía un buen pretexto para justificar todo el tiempo que había pasado sin verla. Supongo que no era capaz de afrontar el estado en que dejamos su casa: hecha un desastre, con trastos por todas partes. Quienes la compraron dijeron que se iban a hacer cargo de la casa. La demolieron. Mi hermano tenía un amigo en el mismo barrio, allí en Long Island (o Lawng Islund, como lo pronunciamos), que decía que aquello fue el escándalo del año. Aquella casa, donde pasé gran parte de mi infancia de visita con la abuela, era un asco. A finales de los noventa, mi hermano y yo nos pasamos tres días limpiándola. El último novio de mi abuela, Joe, había fallecido y todas sus cosas estaban allí. Él era uno de los cinco muertos cuyas pertenencias estaban por todos lados. Las cosas de mi tía, las de mi tío, las de mi abuelo y las del segundo esposo de mi abuela ocupaban, según había calculado, más o menos la mitad del volumen total de la casa. Licencias de conducción y documentos importantes, proyectos a medio terminar y recuerdos, como los cerrojos oxidados que mi tío Norman había sacado de naufragios hundidos en sus inmersiones de buceo. En el sótano de la biblioteca descubrimos una ampolla con un líquido viscoso y rojo. La ampolla, sellada con cera o plástico, era de vidrio soplado y muy bonito, estaba en una caja de madera cuidadosamente fabricada. Pensamos que era algo de valor. A lo mejor era vieja y, como no estábamos seguros, intentamos venderla en una tienda de antigüedades de East Village, donde nos recomendaron que la desecháramos en el Centro de Toxicología. Encontramos varias cucharadas de heroína a medio quemar dispersas por la carpintería del sótano (la abuela a veces invitaba a pasar la noche a ciertos tipos de comportamiento bastante cuestionable), y en el patio de atrás había una bolsa llena de cadáveres de animales. Uno se podía dar cuenta de que eran animales solo con ver la bolsa por fuera; se alcanzaban a distinguir las siluetas de los cuerpos. Los dos echamos un vistazo en el interior de la bolsa, pero tan rápido que sólo pudimos confirmar la presencia de cadáveres, no qué tipo de cadáveres. Mi hermano dice que vio tortugas y tiene sentido, pues mi madre tenía seis tortugas que murieron, todas, en un repentino e inexplicable cataclismo. Yo vi un búho, lo que tiene menos sentido pero también es posible, ya que hay búhos en Lawng Islund. Decidimos que lo más probable era que la bolsa estuviera llena de gatos y mapaches, que siempre estaban rebuscando en la basura de la abuela; ella siempre les gritaba desde la puerta trasera. La última vez que vi la bolsa, estaba en el césped, a la espera de que el camión de basura se la llevara. Aún se podían distinguir las siluetas redondeadas de patas traseras bajo el plástico negro y brillante. Incluso las cosas de esa casa que valía la pena guardar eran deprimentes. Unas mecedoras de roble y un secreter de cerezo, que alguna vez fueron bonitos, ahora estaban pintados de blanco. Las librerías tenían filas de libros desechados por bibliotecas y roídos por ratones. Las alfombras tenían ingentes poblaciones de moho. Los trastos estaban manchados o tenían pegados trozos de comida seca. Los inodoros estaban llenos, nadie había tirado nunca de la cadena y estaban cubiertos de polvos de talco. La abuela decía que no tirar de la cadena era una forma de ahorrar dinero, pero en realidad lo único que quería era recordarnos que todo se reducía a ahorrar dinero. En defensa de la abuela diré que empezó a tener uso de razón durante la Gran Depresión y en su cabeza nunca dejó esa época. En las décadas de 1990 y 2000, cuando la economía nos dio tragos amargos, le gustaba puntualizaba las similitudes culturales: En tiempos de escasez hay un giro hacia el pensamiento místico, la superación personal y el ocultismo, nos decía. No dudo que tuviera razón, pues incluso de vieja era perspicaz y estaba informada. Hacía retumbar su asquerosa casa poniendo la radio a todo volumen en cada habitación. Sabía de todo: por ejemplo, que el zumo de ciruela puede servir de tinte para el pelo (hasta la fecha, su pelo siempre ha sido de color ciruela). Había escuchado en la radio que es muy importante enjuagarse la boca y usar hilo dental incluso cuando uno no puede lavarse los dientes; al momento de escribir este artículo, mi abuela tiene 94 años y conserva todos sus dientes. Cuando fuimos de visita al asilo le puse sus aparatos para los oídos y mi esposa salió a comprarle pañales para adulto. La abuela apenas me reconoció y cuando le pregunté por sus hijos no se acordó para nada de Martha. No puedo decir que la hubiera extrañado precisamente durante todos esos meses sin verla, así que no esperaba que la visita me molestara. Pero casi me derrumbo al ver que la abuela no recordaba el nombre de mi madre, al verla tumbada en la cama, sorbiendo la baba que amenazaba con salir de su mandíbula medio desencajada, la abuela con todos sus dientes a punto de caérsele. Los niños estaban ahí sentados, boquiabiertos y estupefactos del horror. Para ellos, el último año había sido una procesión por lechos de muerte: Gigipop, Poppa, su otra abuelita, el novio de la abuela… Era obvio que ella sería la siguiente. Lograron animarse un poco cuando la abuela les pidió que cantaran. Se sabían algunas canciones en alemán de la escuela, ella se les unió y dijo que cuando canta vuelve a su niñez. Vive en esa etapa, nos contó, como si fuera el presente. A lo mejor en su imaginación, cuando canta, su niñez sigue ahí; no creo que tenga mucho más que eso en la cabeza. Hay veces que señala su cabeza y hace bromas sobre su “olvidancia”. Es raro ver a una figura materna terminar así. De niño me quedaba en la casa de la abuela para que mis padres, tan jóvenes entonces, pudieran darse un respiro, a veces incluso durante semanas. Me contaba que los judíos inventan cosas, que los judíos no beben, que los judíos son inteligentes por la filosofía de los valores que profesan, y que se supone que no debo llamarles judíos. Me decía que “incluso cuando discutimos, eres listo”. Cuando anuncié mi compromiso con una gentil o no judía, la abuela se tiró de rodillas al suelo, rogando que no me casara en una iglesia. La boda fue en una cancha de tenis y la abuela fue el alma de la fiesta, coqueteó con los tíos de mi mujer, a quienes les llevaba veinte años. La abuela era pura diversión; si ella no era la anfitriona ni tenía que hacerse cargo de la comida, era como si le quitaran un peso de encima y pudiera ser libre de verdad.

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La abuela había sido experta en nutrición desde los sesenta. Para mediados de los setenta ya había escrito varios libros autopublicados en copias mimeografiadas, sobre aportes nutricionales y vitaminas. Creo que más o menos por entonces, o quizá antes, empezó a envenenar gente. No puedo determinar exactamente qué hizo ni con qué ingredientes. No puedo ni siquiera estar seguro de que realmente hizo las cosas que creo que hizo. Todo lo que de verdad tengo son fragmentos de pruebas circunstanciales y cabos sueltos que he ido atando con el paso de los años. Según mis sospechas, ella prefería usar vitamina A (que puede causar somnolencia, vista borrosa y náuseas, entre otras cosas), luego usó laxantes y al final, cuando se estaba volviendo vieja y más perezosa, pasó a los medicamentos con receta. La abuela nunca cocinaba dos veces lo mismo, sus creaciones eran grasientas más allá de lo imaginable y por regla general, raras. Por ejemplo: pollo al horno con albaricoques y tomates de lata, o mezcla de varios tipos de carne picada con ciruelas o encurtidos. Era famosa en la tienda de comestibles del barrio e incluso le guardaban hígado de tiburón. Durante los últimos años, sus comidas consistían en platos precocinados, o al menos la mayoría eran así, y llegó un momento en que lo utilizó como método preferente. Tenía una efectiva estrategia para saber cuál era la comida que más te gustaba, la compraba en cantidades ingentes y te alimentaba con ella de forma implacable. Te comías el queso Jarlsberg importado o el helado y al rato te desmayabas en el sillón o en el tren, de camino a la ciudad. Obviamente, cuanto más tiempo pasaras en casa de la abuela, más probable era que algo malo te pasara. Si la visitabas durante una semana, terminabas exhausto, con diarrea y visión borrosa. Al principio, mi madre fue la única que no quería la comida de la abuela y pensé que estaba paranoica. Luego empecé a darme cuenta de que cada vez que iba a su casa, me desmayaba en el sillón o en el tren de regreso a la ciudad. Cuando dejé de comer lo que preparaba la abuela, fue mi hermano el que pensó que yo era el paranoico. Sin embargo, dejé de desmayarme y muy pronto mi hermano también dejó de comer lo que cocinaba la abuela. Pero hay un pequeño detalle: no quieres creer que tu abuela te esté envenenando. Sabes que te quiere, no hay duda de eso, y es maravillosamente abuelesca y adorable. También sabes que ella nunca querría envenenarte; así que, en contra de lo que te dicta tu juicio, sigues comiéndotelo todo hasta que pierdes el conocimiento tantas veces que dejas de dudar de ti mismo. Llegó un momento en que íbamos a visitar a la abuela para las fiestas y llegábamos con nuestra propia despensa y con comida para llevar; ella parecía sentirse muy aliviada de que la hubiéramos eximido de la carga de la cocina. Para entonces, había empezado a fallarle la vista y no alcanzaba a vislumbrar la capa de polvo cristalino que había sobre el costoso salmón ahumado que nos ofrecía. Así que la pregunta era: ¿cómo le explicamos a los invitados, a los desconocidos, que no deben probar la comida de la abuela? Una vez, creo que era por la Pascua judía, mi hermano llevó a su nueva novia, que era actriz. La abuela había prometido no preparar nada y parecía haber cumplido su palabra, así que no mencionamos nada de lo del envenenamiento a la novia; pero cuando terminamos de comer la abuela salió de la cocina con unas galletas de avena con pasas con un aspecto horrible. Tenían bultos, como si la levadura se hubiera echado a perder. Nos la quedamos mirando, horrorizados. Tenía un ensayo en la ciudad, pero se desmayó en el sillón y no pudo ir. ¿Pero por qué leches nos envenenaba la abuela? Bueno, durante mucho tiempo mi madre mantuvo la teoría de que la abuela tenía el síndrome de Münchhausen por poderes, un trastorno por el que los cuidadores envenenan o hacen daño a quienes cuidan para hacer que sigan siendo dependientes. ¿En mi opinión? Estoy seguro de que mi abuela no trataba de hacer daño a nadie. Si le ponía algo a la comida era porque no quería que nos fuéramos, le encantaba hacernos perder el tren. Me arrullaba canturreando: “Quédate a dormir, quédate a dormir". Otras veces, las preocupaciones de la abuela eran más prácticas. Cuando volvió a vivir con la abuela un tiempo, mi madre tuvo muchas mascotas —tortugas, perros, hámsters y gatos— y todas ellas, una tras otra, enfermaron y murieron. También estaba Joe, el exparacaidista que fue el último novio de la abuela. El tipo tenía la costumbre de dilapidar su pensión en Atlantic City y luego gorronearle a la abuela hasta que le llegaba el siguiente cheque. Luego se rompió una pierna y empezamos a recibir llamadas histéricas de la abuela quejándose de que la obligaba a cuidar de él. Al final, Joe murió. ¿Y qué tenía que decir la abuela? Bueno, incluso si quisiera o estuviera en condiciones de decirme porqué hizo lo que hizo, no creo que pudiera. Siempre ha sido un misterio, incluso para sí misma. Solía contarme una anécdota: cuando ella era muy joven, un tipo trató de besarla en un baño, ella lo empujó, salió corriendo a su casa y lloró y lloró. Yo le preguntaba: “¿Por qué, abuela?” a lo que respondía “¡Porque estaba enamorada de él!”.

El padre de la abuela era un hombre viejo, alto y guapo; un viudo que había sido jinete cuando vivía en Rusia. Su madre tenía 17 años cuando se casaron. La pareja tuvo cuatro hijas y un niño, que murió muy pequeño. Cuando llegó la Gran Depresión, llamaron al padre a la oficina de la fábrica de Brooklyn en la que trabajaba como capataz. No tenían otra opción, tendrían que despedirlo. Rogó que le dieran un trabajo, cualquier trabajo que le permitiera mantener a su familia; así fue como se convirtió en “bombero”, aunque realmente le echaba carbón a un horno con una pala. Hubo una explosión que lo hirió gravemente y nunca volvió a casa. Desapareció. Tres semanas después del accidente, mi abuela fue a hablar con un hombre que estaba sentado en la escalera de entrada de un edificio frente a su casa. Tenía la cara cubierta de vendas. La abuela le preguntó por qué no había regresado a casa y él le respondió que “tenía miedo de que me dejaras de amar”. Le quedaron cicatrices por el resto de su vida. Nunca conocí a mi bisabuelo Benjamin, cuyo nombre también llevo. La abuela estuvo casada con Irving, su primer esposo, durante los años cincuenta y sesenta y todos lo adoraban tanto como adoraban a su padre. Digamos que su trabajo consistía en hacer negocios con italianos. Ella decidió divorciarse tras veinte años de matrimonio y no fue hasta mucho después que tuve la sospecha de que pudo deberse a que Irving tenía una faceta oscura. En 1982, a los setenta años, Irving tuvo un accidente de coche. Iba en su Cadillac y se salió de la calzada. Pudo haberse quedado dormido o pudo haber sido culpa del destornillador que encontraron en la caja de dirección. Su cabeza se aplastó en el accidente, pero Irving era un viejo judío bastante duro y después de cuatro años se despertó y pasó otros diez luchando contra su parálisis antes de morir, ya bien entrado en sus ochenta. Mientras tanto, su dinero se volvió objeto de un agitado juicio en el que los socios de Irving y su segunda esposa —que lo cuidó— obtuvieron la mayor parte de su fortuna. Durante todo el proceso, la abuela se lamentaba por haber dejado a Irving, decía “con las cosas que hacía todo el día, no había manera en que pudiera llegar a casa y hacer de buen esposo”. Mi tía Martha, la hija mayor de la abuela, tuvo un cáncer a los veintitantos. La abuela la cuidaba. La enfermedad pudo haber sido lo que la mató pero… bueno, la verdad, no sé. Aaron, el segundo esposo de la abuela, también había muerto de cáncer en los setenta. Era sordo, odiaba la televisión y le gritaba a los niños; la abuela decía que se había casado con él porque “era el único que me habría aceptado”. Fumaba pipa y después de su primera operación de cáncer de garganta, jugó a ping pong conmigo. Parecía feliz y no era precisamente un monstruo. Empezó a dedicarse a la jardinería. Pero seguía perdiendo peso y demacrándose sin importar cuánto comiera. A lo mejor… de nuevo, pudo haber sido tan solo el cáncer. El siguiente en la procesión funeraria fue Norman, el hijo más joven y el único varón que tuvo la abuela. Hablemos de él: Norman era una mierda. Era solo ocho años mayor que yo y cuando éramos niños me torturaba. Tenía la más repulsiva de las risas, que sonaba como el bramido de un cerdo, no el ruidito de un cerdito feliz sino un chillido de marrano en el matadero. Me amenazaba con cuchillos, robaba mis cosas y las rompía. Trataba de hacerme creer que iba a venir a secuestrarme por la noche para venderme a “los árabes”. A lo mejor todo eso lo hacía porque me tenía envidia: él estaba medio gordito y tenía una pinta muy judía; la abuela —rubia y de ojos azules— lo encontraba repugnante. En nítido contraste con Norman, el fracaso fofo, yo era un atleta sin facciones judías y, por ende, el favorito de la abuela. Una vez vi a la abuela castigando a Norman haciéndolo que se quedara frente al horno abierto y encendido a fuego alto, amenazándolo con quemarle el pito. Entonces él tendría unos 12 años. La abuela también le cocinaba unos enormes platos de comida que después le ofrecía con insistencia. Él decía que no, porque no quería engordar más pero ella seguía pasándole el plato por delante de la boca hasta que por fin se lo comía; luego lo regañaba por estar tan gordo. A Norman le gustaban las armas. Coleccionaba cosas que mataban, como ballestas y hachas; tenía a todos aterrorizados. A veces tomaba por asalto la casa con un cuchillo de caza o un machete mientras el resto de nosotros estábamos encogidos de miedo en nuestras habitaciones. Cuando yo tenía unos siete años, me echó metano en un brazo y le prendió fuego solo para demostrarme lo poderoso que era el metano y que no me pasaría nada al prenderlo. Es cierto que no sentí ningún dolor aunque se me quemaron todos los vellitos del brazo. En otra ocasión, de adolescente, mientras estaba de visita en Lawng Islund, unos niños de mi edad me tiraron al suelo y me patearon. Mi madre estaba convencida de que Norman los había mandado. ¿Debo mencionar que además era un genio? Porque lo era, podía hacer cualquier cosa. Cuando tenía ocho años, me llevó a la calle Canal, a pocas manzanas de mi casa, en Tribeca, para enseñarme que podía comprar piezas de ordenador y montar uno que funcionara perfectamente en solo una tarde. Y lo hizo. A finales de los ochenta, a sus 28, Norman todavía vivía con la abuela, y fue entonces cuando empezó a atar cabos: había adelgazado, tenía novia y estaba pensando en ganarse la vida con el tema de los ordenadores, “ordenadores en red” es como llamaban entonces a lo que después se convirtió en internet. También estaba metidísimo en el buceo. Se dormía bajo el agua en la bañera con su equipo puesto y a veces alquilaba una embarcación para descender a algún barco hundido y sacarle fotos. El día de su accidente tenía programado salir en un barco de alquiler, pero la abuela no quería que fuera —siempre se quejaba de que eso era muy caro— así que le puso algo en la comida, supongo. Se encontraba muy mal esa mañana, creyó que a lo mejor estaba enfermo. Su compañero lo convenció para ir de todas formas y luego hubo un problema con la configuración de su equipo, en plena inmersión. Quizá fue un fallo o a lo mejor fue su culpa; Norman había personalizado todo su equipamiento (porque era un genio, claro). Su compañero de buceo nadó solo hasta la superficie en lugar de ascender ambos hasta la superficie compartiendo el oxígeno de su bombona con Norman. No sabemos exactamente por qué Norman se quedó allí abajo. Pudo haber sido por falta de oxígeno para realizar un ascenso de emergencia controlado, que es cuando exhalas durante todo el camino de subida. Quizá también fue que se quedó atascado en el U-boat hundido que él y su compañero estaban investigando. A lo mejor se encontraba tan mal que no pudo salvarse. Hay unas banderas que los buzos pueden disparar a la superficie para alertar al buzo salvavidas, que se supone debe estar listo en el barco para saltar por la borda. Norman disparó su bandera, pero esto es Lawng Islund, donde no se toman muy en serio las reglas sobre tener un buzo salvavidas en los barcos. Norman se murió allá abajo, mirando la jodida banderita agitarse en el agua. Luego vino lo del aborto de mi mujer. Fue curioso. Lo había olvidado hasta que decidí escribir esta historia y encontré unas viejas anotaciones. Cuando anunciamos el embarazo de mi esposa, la abuela se empezó a preocupar por cómo nos las íbamos a apañar con otra boca que alimentar y dijo que no podríamos costearlo. La visitamos precisamente antes de que mi esposa abortara. Aunque ella ya sabía que debía alejarse de la comida de la abuela, todos tenemos un desliz de vez en cuando y bueno… el embarazo ya estaba muy avanzado como para que un aborto fuera normal. Las fechas coinciden, pero podría ser pura casualidad. Tiempo después ,tuvimos un hijo y la abuela vino a celebrarlo y trajo un regalo para el bebé: un par de tijeras médicas. Sí, unas afiladas, puntiagudas y enormes tijeras médicas. En otra visita, nos trajo remolachas que había comprado. Me quedé con cara de, “Abuela, ¿para qué me das quince latas de remolacha?” Tenía recetas: remolacha con esto, remolacha con lo otro y muchas de ellas también llevaban pipas de girasol. Estaba orgullosísima de uno de sus inventos: helado de remolacha con pipas de girasol. Nada podía superarlo, supernutritivo, según ella. Escribí en mi ordenador “remolachas en lata y pipas de girasol” y Google me lo escupió: “RETIRADO DEL MERCADO”. Toda la mierda que nos dio la abuela pudo haber salido de su alacena.

A veces, al contar estas historias, siento que la gente piensa que hice algo malo. Para ser sinceros, es psicológicamente difícil unir las piezas de todo esto y de niño no entendía bien lo que estaba pasando. Antes de meterme en la cama, había veces que la abuela me servía un delicioso chocolate caliente con un aspecto aceitoso y rebajado. Después de tomármelo, podía dormir 24 o hasta 72 horas seguidas. En tres o cuatro ocasiones me llevaron corriendo, en mitad de la noche, al hospital porque no podía respirar bien. No fue hasta que tuve treinta y tantos que empecé a atar cabos y me di cuenta de que dormir durante tres días ni es normal ni está bien, y de que las únicas veces que me levanté en plena noche sin poder respirar estaba en casa de la abuela. Incluso cuando ya me había dado cuenta ¿qué podía hacer? Después de que Joe, el último novio de la abuela, falleciera, fui a la policía y les dije que creía que mi abuela había tenido algo que ver. Los policías me respondieron con un “¿Y qué quiere que hagamos, joven?” Y ahora, de nuevo, siento que me debería preocupar, que debería cerrarse un capítulo. Tengo dos opciones: purgo mi pasado, la perdono y alcanzo un estado más elevado de buen rollo o encuentro pruebas de lo que ha hecho mi abuela a lo largo de los años y la denuncio de una vez por todas. Siempre había planeado registrar su casa por última vez, pero ahora la casa ya no existe, nadie está exhumando los restos de nadie y ni la abuela misma se acuerda de lo que hizo. Y no, no va a haber un gran final. Mientras estoy aquí escuchando a la abuela cantando con mis hijos —yo ni siquiera estoy llorando—, me doy cuenta de que no me importó lo que había pasado, que a nadie le importó lo que había pasado y que preocuparse es para los policías de CSI, los doctores de ER y los marines cachas de las películas. No hace mucho, le hablé de mi abuela a un amigo. Me dijo que la abuela pudo haberme matado por accidente, lo que me sorprendió. Decirlo así no es del todo acertado, le comenté. “¿Pero no tenías problemas para respirar? ¿No te llevaron corriendo al hospital en mitad de la noche? Tu abuela no trataba de hacerte daño; intentaba controlarte pero pudo haberte hecho daño”. “Supongo que es verdad”, le dije, asintiendo lentamente y sin poder creerlo, porque la abuela jamás habría querido hacerme daño; teníamos un lazo cósmico.