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La pura puntita

La pura puntita: Lo peor de la buena suerte

Cuentos contra el sueño y la memoria.

Traemos adelantos, reseñas y entrevistas de los libros que te ensartarán en la mesa de novedades.

Amamos a Jonathan Minila. Esta joya de libro salió en julio de este año, pero la editora de esta columna estaba en papando moscas en la tristeza y la tontería. Nos encanta que nuestro amado y admirado Jonathan Minila haya publicado su primer libro en nuestra querida editorial Tierra Adentro. Aquí les dejamos un fragmentito para que se enganchen, como con la droga.

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Siguiente Estación (Fragmento)

VII

J. contó las estaciones que le faltaban únicamente por entretenerse, por alejar los nervios, aunque en verdad lo hiciera por miedo a que el momento fatal llegara. Por un instante tuvo la tentación de bajar en la próxima estación, tomar un taxi al trabajo, dormir ahí, o perderse en un bar. ¿Si ya sabía lo que su esposa le diría, a qué iba? Era mejor dejar que se fuera y no volver a verla. Pero por otro lado pensó que de ir quizá podría solucionar las cosas. Así pasa algunas veces. El ser humano es fatalista por naturaleza, piensa en lo peor. Pero, ¿no cabía también la posibilidad de que ella quisiera arreglar las cosas? Tenía miedo, sí, pero tampoco quería quedarse con la duda. ¿Cuántas veces por especular no terminamos arruinándolo todo? Así que cambió su decisión una vez más. Seguiría su camino, llegaría a su casa —con seguridad— y le hablaría sin rodeos.

De nuevo contó las estaciones, más de tres, y sintió una ligera esperanza: tenía tiempo. Levantó el brazo izquierdo y miró su reloj: 12:12 a.m.

Estaba seguro que ella estaría despierta. La conocía muy bien. Por eso se había casado con ella. Por esa seguridad. Por esa fuerza en el carácter. No pensó que nunca su admiración se convirtiera en miedo, pero allí estaba. Y no es que ella le inspirara eso, sino la situación. Porque sabía que una vez que ella se decidiera a dejarlo, no habría marcha atrás.

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Qué horrible es la mente. Jamás nos deja estar tranquilos. Cuando estás en una situación dudas una y otra vez. Estás en una orilla, a una altura considerable, quieres saltar y no tienes el valor. Cuentas hasta tres y jamás te dejas caer. Entonces deseas que el tiempo se haga eterno, pero los segundos jamás dejarán de ser segundos, ni las horas, ni nada va a cambiar por lo que piense una persona. Justo ahora pensaba en eso. Le hubiera gustado que el tiempo se prolongara indefinidamente, tener una oportunidad para pensar las cosas, para tranquilizarse. Mientras llega un instante esperado se puede tener el efecto de la eternidad. Se puede fingir que nunca llegará ese momento, aunque al final suceda. Exacto como la muerte. ¿O de qué otra manera se puede soportar la vida?

Por nervios miró su reloj: 12:14 p.m. ¿No había tardado ya demasiado el metro en llegar a la siguiente estación? Miró la guía del metro, invocando la eternidad.

VIII

H. sacó su celular. Le pareció que ya habían tardado mucho en llegar a la siguiente estación. No tenía ni la menor idea de cuánto era el tiempo promedio de una estación a otra, pero le pareció que ya era demasiado. Y no es que fueran lento, ni nada, iban a una velocidad normal, lo cual lo hacía más inexplicable. Aunque tal vez era sólo una impresión suya, producto del cansancio. Sólo que como diario viajaba por ahí, y tenía el tiempo calculado, tenía esa ligera impresión de que estaban tardando demasiado.

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Volteó a ver a la mujer y al hombre que iban en el mismo vagón, y tuvo la intención de decirles, pero los vio tan despreocupados al respecto, que no quiso molestarlos. Seguro ellos llevaban una vida tranquila y eran personas exitosas. Así que no los molestaría por una tontería. Estaba agotada y eso era todo.

Buscó un juego en su celular, para entretenerse y no pensar en tonterías. Encontró el de Serpiente. El clásico. Desde luego su aparato no era moderno, ni de alta tecnología. Pero pronto, pensó, si seguía trabajando duro, podría tener uno nuevo, con conexión a Internet. Mientras tanto aquél no estaba tan mal.

—Ya tardamos demasiado, ¿no le parece? —escuchó una voz.

IX

N. vio el rostro del hombre. Estaba sudando. La chica frente a ella también levantó la mirada. Durante un rato ninguno de los tres dijo nada. Pero cada uno supo que los demás iban pensando lo mismo. De una forma instintiva miraron a lo largo del vagón para ver si había alguien más. No tenía sentido, pues sabían perfectamente que ellos eran los únicos.

—Es muy extraño —respondió la chica frente a ella.

N. se le quedo viendo. Podía sentir dentro de ella un terror instintivo, como si algo muy malo estuviera por suceder. El hombre miró su reloj, dijo la hora en voz alta: 12:20 y concluyó: esto no es normal.

No sabía mucho de cómo estaban construidas las líneas del metro, ni de cómo era su funcionamiento, aunque le parecía muy simple: no había hacia dónde hacerse. Aquí vas hacia adelante o no vas a ningún lado. El tren no puede cambiar fácilmente su ruta, así que, fuera lo que fuera, ya tendría que haber llegado a la estación siguiente. Podría pasarse, eso sí, pero ellos ni siquiera eso. Lo habrían notado, de ser así.

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—¿Qué hacemos? —respondió N., sin sentido.

La chica y ella miraron al hombre, como si él pudiera responderles algo al respecto. Pero al parecer estaba más confundido que ellas. Mirándolo bien, pensó N., el hombre parecía completamente acongojado, pero por otra cosa. Algo muy profundo lo torturaba. Aun así respondió algo, aunque sólo fuera por sentirse presionado.

—Avisemos al chofer —dijo.

Esa era al parecer una idea excelente.

Sin embargo, ¿cómo podría hacerlo? Los vagones iban unidos de uno a otro por unos mecanismos que los separaban. Para poder llegar al vagón siguiente sería necesario abrir la puerta, saltar, abrir la otra puerta, y todo eso —al parecer— tendría que ser muy al estilo de las películas de acción. Y eso no lo harían, claro. Pero quizá podrían asomarse para ver si en alguno de los otros veían a alguien más, y que por medio de una cadena le avisaran al chofer lo que estaba pasando.

Parece muy complicado, le dijeron. Y el hombre intervino con algo que parecía el verdadero principio de la tragedia: Para eso está la palanca de la alarma.

N. no respondió al instante. Se preguntó una y otra vez cómo era que había terminado ahí. Era una casualidad horrible, justo como la que nadie quiere vivir. Hace unos minutos era una mujer normal, sin problemas, y a gusto con su vida. Vería a su hermana, cenaría con ella, y la escucharía. Luego besaría a sus hijos, antes de irse a dormir. Ahora…, ahora estaba en eso. A punto de jalar una palanca de alarma. Antes de responder miró el reloj: 12:25. Miró por la ventana, y no percibió nada, solo oscuridad.

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Tuvo entonces una idea. Su hermana la estaba esperando en la siguiente estación. Le podría llamar, decirle que avisara que algo raro pasaba y entonces todo se arreglaría. Su hermana era capaz de todo, y seguramente ya estaba ocupada. Se palpó nerviosamente el pantalón, sacó su teléfono celular y fue peor: no tenía señal. ¿Cómo no lo había pensado? Supo entonces que lo de la palanca de emergencia era inevitable.

X

La mujer tardó en responder. Parecía demasiado turbada. Ya había soltado sus bolsas del mandado, y sacado su teléfono celular. Él ni lo intentaría; sabía perfectamente que en esos lugares no llegaba la señal. No era mala idea, para nada, pero era inútil. Así que esperó.

—Jalemos la palanca entonces— terminó por decir la mujer.

J. no tenía nada que perder, así que de inmediato se levantó y jaló la palanca. Ninguno de los tres había estado en una situación donde se hubiera necesitado, así que no sabían cuál era la reacción normal. Esperaban oír una alarma, fuerte, ensordecedora. Tanto que J. pudo ver que la chica se tapó los oídos. Pero nada sucedió. El silencio fue el peor ruido. Fue la incertidumbre.

—Quizá es normal que no se escuche nada —les dijo J. a las dos, para tranquilizarlas. De alguna manera se sentía comprometido con ellas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué al instante se sentía responsable de las cosas? —. Esperemos un poco.

Se sentaron entonces y hablaron. Supo entonces que la chica se llamaba H., y la mujer N. Hablaron un poco de sus profesiones, de cosas de la vida, de la familia y cosas que en el fondo realmente no les importaban. Él no dijo nada de su esposa, ni de su inminente separación. Por un lado creía que al no hacerlo, al negar el hecho, éste se esfumaría —aunque muchas veces había hecho eso en su vida, y jamás le había funcionado— y por otro lado pensaba que al confesar que él realmente no quería llegar a su casa, ellas lo culparían de lo que estaba pasando.

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Cuando se hizo el silencio, y notaron que nadie iría a ayudarlos, J. miró de nuevo su reloj: 12:42. Era evidente que algo muy malo estaba sucediendo. Llevaban más de media hora encerrados en un vagón que avanzaba y que no llegaba a ninguna parte.

J. sintió que lo miraban, alzó los ojos y supo que ellas esperaban una noticia. Como si su reloj pudiera decirle si irían a rescatarlos o no. Él las observó y dijo lo primero que le vino a la mente, sin pensar en las consecuencias.

—No se va a detener.

N. y H. tardaron en reaccionar. Ninguna de las dos parecía creer lo que estaba pasando. Sin embargo, J. vio cómo sus rostros se transformaban y cómo el miedo comenzaba a opacarles los ojos.

Vio a la chica reaccionar de una forma impulsiva. Levantarse, de pronto, dejar caer las cosas que traía, y correr hasta el final del vagón para intentar mirar por el vidrio. Se dio cuenta entonces de lo que J. ya temía: que no había nada del otro lado. La escuchó gritar, pedir ayuda. Sus gritos eran terribles. La vio dejarse caer en el suelo y comenzar a llorar. Vio también a N. levantarse, llegar hasta ella y abrazarla. Hubieran creído cualquier cosa al encontrarse en el andén, excepto terminar así. Aquella era ya una pesadilla.