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Novelista, baterista, celebridad... Todos quieren un poco de la exportación cultural noruega número uno

Incluso en Estados Unidos, donde los editores son famosos por no mostrar interés en los trabajos traducidos, el autor noruego de alguna forma ha ascendido al pináculo de la escena literaria.

Karl Ove Knausgård disfrutando un cigarrito en Manhattan.

Karl Ove Knausgård fumaba en el callejón. Era una soleada tarde neoyorkina de mayo y el autor noruego traía gafas de aviador, saco café claro y jeans azules; se trataba de un verano muy casual. Knausgård estaba de vuelta en Estados Unidos para promocionar la cuarta y nueva entrega de Mi lucha, su novela autobiográfica de seis volúmenes que se convirtió en sensación internacional. Nuestra reunión fue agendada entre una entrevista que acababa de terminar con Leonard Lopate, de National Public Radio, y otra que estaba dando para la serie de video VICE Meets, que tres horas después sería seguida de una conversación con la escritora Rivka Galchen frente a más de 800 lectores en el centro comunitario 92Y. Siempre que viene a Nueva York es así.

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Estábamos tomándonos un descanso de un elegante almuerzo (trucha ahumada y mejillones) en un elegante restaurante en el Lower East Side, un desayuno que el extrañamente cortés y gracioso Knausgård me agradeció tres veces a lo largo su visita. Fue un gesto cálido y útil, algo para minimizar la incomodidad. Después de todo, sin este almuerzo, ¿qué otra cosa tendríamos en común? A pesar de todo lo que había leído de él (apenas mil páginas de sus libros que, me da pena admitir, es apenas la mitad de su producción disponible en inglés) los dos éramos completos extraños. Y aún así, como otros lectores, yo era un cómplice de muchos detalles incómodos sobre sus momentos más privados (o de lo que creo que son detalles sobre sus momentos más íntimos; después de todo sus libros son presentados como ficción): como cuando se cortó la cara una noche estando ebrio después de que Linda, la poeta sueca que después se convertiría en su esposa (libro dos), lo desdeñara; o cómo no pudo dejar de llorar cuando su padre murió (libro uno); o cómo a los 18 nunca se había masturbado, un hecho que frecuentemente lo llevaba a "fuertes emisiones nocturnas" y a que sus calzones estuvieran "empapados de semen" (libro cuatro).

Allí, en el callejón, le pregunté si podía tomarle fotos y me contestó que sí, que por supuesto. Como si hubiera intuido mis preferencias, se quitó las gafas. Frente a la cámara tiene un estilo naturalmente dramático: rostro áspero, cabello gris y grueso y una penetrante mirada azul. En lugar de posar con el cigarro en los labios, como lo hace en muchos de sus retratos (como si fuera un músico o actor), lo colocó a un ángulo hacia el piso como en un vago acto de contrición para disculparse por el humo.

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—¿Crees que alguna vez lo dejes? —le pregunté cuando terminé las fotos.

—Una vez lo dejé por un año —respondió mientras pisaba la colilla—. Luego empecé de nuevo. Pero algún día debo dejarlo. Para mí es importante vivir lo más que se pueda por mis hijos.

"Creo que a muchas personas [de Noruega] no les gusto ni yo ni mi escritura", me dijo el escritor de 46 años, "solo porque se ha vuelto demasiado". En un país de tan sólo cinco millones, uno de cada nueve noruegos tiene un ejemplar de su serie. "Creo que la gente está harta de ver mi cara en los periódicos".

Incluso en Estados Unidos, donde los editores son famosos por no mostrar interés en los trabajos traducidos, el autor, que creció en la boscosa isla de Tromøy, de alguna forma ha ascendido al pináculo de la escena literaria, pues logró una especie de triple buena recepción: entre el público, la crítica y los escritores. Sus libros se encuentran a la venta en los aeropuertos del país, hay fragmentos suyos en The Paris Review y en español los publica la editorial Anagrama. Entre sus admiradores se encuentran Zadie Smith, Jeffrey Eugenides y el crítico del New Yorker James Wood, y eso sin mencionar las hordas de fans menos conocidos que llenan los auditorios y teatros de Nueva York y San Francisco y que se forman por horas para entrar, y de nuevo muchas otras para recibir autógrafos y tomarse fotos con el elevadísimo noruego (en ambos sentidos de la palabra: muy reconocido y muy alto, ya que mide 1.93 metros).

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"Yo crecí en los años 80", dijo mientras terminábamos de almorzar. "Y había una idea de que lo difícil es la calidad. Así que tener éxito comercial en realidad no es bueno según esa estética. Es como cuando R.E.M. se fue a Warner. Se vendieron. Fue como: 'Despídete de R.E.M.'"

"Creo que es raro pensar que haya diferencias entre calidad y en llegarle a mucha gente", continuó. "Todavía es lo que todos los escritores quieren, llegarle a tanta gente. Así que yo no me he vendido aún", dijo riéndose.

A lo largo del año pasado perseguí la Knausgårdmanía y la pregunta que recibo seguido es: "¿Por qué crees que sea tan popular?" Esta pregunta casi siempre sale de los curiosos noruegos que viven en Nueva York, quienes se asombraron de ver a uno de los suyos recibir tanta atención del medio cultural. Fuera de su trabajo —que personalmente creo que es fantástico: conmovedor, perspicaz y vigoroso, así como de una rareza fascinante— parte de la razón de su gran fama podría tener que ver con la relación amor-odio que tiene con los reflectores. Es extremadamente bueno para hablar en público, aunque al mismo tiempo mantiene un llamativo aire de no estar cómodo. Parecería estar agradecido y apenado a la vez: un sentimiento que transmite su sonrisa, la cual él mismo ha descrito en sus libros como una "sonrisa forzada y cortés", una "sonrisa apologética" y una "sonrisa apretada", una mirada cansada y vagamente obediente que es más como un suspiro o incluso una mueca.

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Después de un evento en Brooklyn hablé con una mujer de treinta y tantos llamada Danielle, una "super fan" con quien recuerdo haber hablado el año anterior en un evento de Knausgård con Zadie Smith. Nos paramos cerca de la mesa de autógrafos y la fila de fans, muchos de los cuales llevaban cuatro o cinco tomos en los brazos como estudiantes de primer grado en una librería. Le pregunté si ella pediría un autógrafo.

"No quiero", dijo Danielle, quien decía no sólo haber leído los cuatro volúmenes disponibles en inglés, sino que también había leído el primer libro tres y otras dos veces su ensayo sobre Estados Unidos de 22 mil palabras que salió en The New York Times —digamos que unas tres mil páginas de este hombre. "Sería como robarle algo", explicó, horrorizada por la idea. Él me ha dado tanto. ¿Acaso quieres conocer a Emma Bovary? ¿En serio quieres conocer a tu personaje favorito?

"Digo, con tan sólo verlo tengo más que suficiente", continuó la chica mientras señalaba ansiosamente a Knausgård y permanecía sentada en su mesa, al igual que el autor quien firmaba libros y saludaba a su audiencia. "¿En verdad crees que lo disfruta?"

Dos semanas después, a finales de mayo, Knausgård se encontraba de nuevo en Nueva York y de nuevo en el escenario de otro gran foro que anteriormente había sido una bodega. Esta vez tenía mucha más audiencia al aparecer como baterista de su banda de la universidad llamada Lemen, la cual había sido invitada a tocar como parte del Festival Literario Noruego-Estadunidense. El alto y delgado escritor no era un Keith Moon —en algún punto tiró uno de los platillos— pero la actuación en general fue mucho menos vergonzosa de lo que creí. La banda tocó una especie de roots rock, un estilo que retoma sus orígenes en el folk y blues. Mientras tocaban, la gente, sobre todo mujeres entre los 20 y 40 años, bailaba frente al escenario al tiempo que sacaban sus cámaras para capturar el mejor ángulo del escritor baterista.

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"Es tan guapo", exclamó una editora que conozco y cuando volteé vi a los titanes literarios Lydia Davis y Dag Solstad, quienes también estaban allí, bailando. No se veían para nada enfadados.

Después de la actuación de Lemen, seguida de James Wood tocando la batería junto con un grupo de rock noruego, incluyendo a Knut Schreiner de Turbonegro (fue una noche muy rara), salimos en grupo para dirigirnos a un bar. Karl Ove e Yngve Knausgård, el guitarrista de Lemen y quien tiene un gran parecido a su hermano menor, se sentaron en la cabecera de la mesa comunal como si fueran un par de reyes nórdicos modernos. Yo estaba sentado al lado de Ane Farsethås, la editora de cultura de Morgenbladet, uno de los periódicos más viejos de Noruega. Farsethås fungía como traductora de Solstad.

"Nunca había visto algo así en mi vida", recordó sobre la Knausgårdmanía en su país natal. Fue algo inmediato. Todos decían: "Esto me recuerda a una escena de Mi lucha". Sólo que nadie esperó que excediera los límites de nuestro país. Verlo en Estados Unidos es exactamente lo mismo.

Le pregunté qué pasó después del sexto libro. "La novela seis tiene mil cien páginas", explicó. "Simplemente era demasiado. Después de eso, como que se calmó. Ésa es mi predicción de lo que pasará aquí".

Más tarde, estaba afuera junto a Knausgård mientras él se fumaba un cigarro. Un hombre blanco de cabello oscuro de unos treinta y tantos se nos acercó y habló en noruego con él. Cuando Knausgård se dio cuenta de que yo no entendía, de inmediato se disculpó. Explicó, en inglés, que el hombre le preguntó qué pensaba del festival. Nunca lo había escuchado tocar la batería.

Volteé hacia Knausgård y le pregunté: "¿Acaso alguien en Estados Unidos ya te había escuchado tocarla?", contestó que no y me ofreció su paciente y exhausta sonrisa. "Ahora hablemos de algo más", rio y entró de nuevo al bar.