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Aquí, a la vuelta

Amor teporocho

Conocí a 'Escalera' y 'La China' cuando me mudé al Centro Histórico de la Ciudad de México, y a diferencia de otros sujetos en condición de calle, ellos son pareja y se aman.

Conocí al Escalera y La China cuando me mudé al Centro Histórico de la Ciudad de México, a un costado de la plaza de Santo Domingo. Estaban sentados en la banqueta de la calle Leandro Valle, la única en todo el primer cuadro de la ciudad donde uno puede estacionarse sin temor a ser levantado por la grúa. Eso sí, hay que caerle con unos 20 pesos al viene, viene para que cuide que nadie le de un rayón al auto. Pero ese día, por una extraña razón, no había viene, viene, sino un par de teporochos, hombre y mujer.

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Con un poco de esfuerzo, el sujeto de unos 56 años de edad, flaco, alto como jugador de basquetbol, con barba, cabellos grises y grasosos, así como ropa sucia, se puso de pie y se dirigió hacia el automóvil balanceando su cuerpo de un lado a otro. Su borrachera era provocada por esa mezcla de destilado de caña con agua y saborizante de tequila envasada en un contenedor de plástico, que en México llamamos cañita o panalito. Me dio algunas indicaciones para estacionarme y en cuanto bajé del auto me dijo que él lo cuidaría. No tardó en pedirme unos pesos para comprar algo de comer. Se los di, pero no porque me haya convencido su argumento, sino porque la mujer, que permanecía sentada en el piso con las rodillas al pecho, tenía un aspecto enfermizo. Al verla pensé en el grado de desnutrición que tendría y que difícilmente se podría poner de pie.

Con el tiempo supe que son los teporochos del barrio, que se refugian de las inclemencias del tiempo bajo los arcos, al lado del templo de Santo Domingo, y que es común verlos sentados sobre los escalones que conducen al callejón de Leandro Valle. Como buena parte de las más de cuatro mil personas en situación de calle —forma políticamente correcta de llamar a los teporochos y vagabundos— que existen en el Distrito Federal, ellos también piden dinero a los transeúntes y pasan el tiempo entre cartones que utilizan como cama, algunas cobijas y trapos raídos de color apagado por la mugre, restos de comida, la anforita con alcohol y sus propios orines y excrementos. Sin embargo, a diferencia de otros sujetos en su misma condición, Escalera y La China son pareja.

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Ella, la China, pocas veces se pone en pie. Su apodo no concuerda con su aspecto: sus ojos no son rasgados y su cabeza prácticamente carece de cabello; el poco pelo que le queda no tienen el menor rastro de ser crespo. Parece endeble por su figura exageradamente delgada, tanto que una de sus piernas es del grosor del brazo de un tipo de 80 kilos; su estatura no pasa el 1.50 metros y su rostro envejecido refleja una edad mayor a 50 años, aunque en realidad tiene 30. Sin embargo, de algún lado le viene la energía. Grita cuando quiere algo, no pide favores a Escalera, ordena que se cumplan sus deseos. Su voz es rasposa, arrastra las palabras, la lengua se le traba y el rostro se le descompone.

"Cagada, dame un trago. ¡Que me des, mierda! Prende el cigarro, cagada. ¡Que lo prendas! ¿No lo vas a hacer? ¡Pos, vete a la verga, puto!".

Y Escalera obedece, pero no en forma sumisa, simplemente en ese momento no quiere pelear. Él asume el papel de proveedor. Por la mañana va a la fonda La Reina, ubicada en la calle de Perú. Toma una escoba y barre la calle. La dueña le paga con un plato de comida que el hombre comparte con La China. Mientras, ella pide papas fritas, un pedazo de torta, algo de refresco, un cachito de tamal a todo el que pasa comiendo estas botanas por los arcos. A los que no llevan alimento en la mano les solicita un peso. "Es para una sopa", suplica. Una vez que tiene 15 pesos va a la tienda por su panalito de medio litro.

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Escalera también consigue cartón, las cobijas para cubrirse del frío; le comparte el churro de mariguana, el alcohol, la mona con activo, como es conocida la estopa impregnada de thinner o pegamento líquido para tubo PVC. De hecho, gracias a esta última droga se conocieron hace 11 años.

Hacía tiempo que ambos deambulaban en las calles. Escalera ya era uno de los teporochos del rumbo de Santo Domingo y La China una joven de 19 años que venía de recorrer el barrio de Tepito. El día que se encontraron, Escalera inhalaba su estopa y hurgaba en uno de los montones de basura que deja el comercio ambulante en la calle de Perú. Entonces la mujer se le acercó para pedirle mona. Cuando el hombre de 1.80 de estatura, greñudo, barbón y rostro arrugado se incorporó, la chica quedó impresionada. Creyó que era un monstruo. Por un momento sintió miedo, pero fue más fuerte su necesidad de droga.

"Era un bizcochito de mujer, bien llenita. Ahorita está bien flaquita", dice Escalera mientras mira con una sonrisa a su dama, que sentada se baja el pantalón para orinar sin moverse de su lugar. "Ella me llegó, neta. Ese día yo le di activo a mis compas. Ella les pidió en la esquina una mona y que me la mandan a la chingada. Y luego me vio moneando a mi".

"Regáleme una mona, señor".

"Oye guapita, ¿a poco te gusta mamar?"

"¿Sí es activo?"

"Sí. ¿A poco le pones a esta madre?"

"Sí. Regálame una, por favor".

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Escalera mojó una estopa y se la dio. Ella inhaló y luego se subió a un montoncito de arena y lo besó. Los amigos del teporocho no daban crédito a lo que veían. Parecía que Escalera besaba a un muchacho que vestía ropa holgada, gorra y usaba el cabello corto. Qué confusión. Desde entonces andan juntos.

"¿Sabes por qué me quedé con él?", dice La China con una voz balbuceante: "Me gustó la verga y la borrachera".

Y hace una mueca en la que deja ver sus dientes negros podridos, despide un aliento a alcohol fermentado y mueve en repetidas ocasiones su cuerpo hacia el frente y hacia atrás. Es una risa, sin duda, casi una carcajada. Pero no tiene sonido.

II

Escalera llegó a la Ciudad de México cuando era niño. Su familia migró desde Michoacán en busca de mejores oportunidades y se instalaron en el Estado de México. Después de una breve estancia en el Reclusorio Norte por fumar mariguana, ingreso a la policía en el Municipio del Tlalnepantla, en donde, según cuenta, llegó a ser primer comandante. Entonces utilizaba su nombre completo: Ramón Escalera Morfín. Aunque se hacía responsable económicamente de su mujer y sus hijos, prácticamente él vivía en su trabajo. La policía se convirtió en su familia. Faltaban tres años para jubilarse cuando un suceso le cambió la vida.

"Un día vi a mi mujer con otro güey, uno de mis elementos, pa´ acabarla de chingar. Sentí una pinche frustración bien gacha. Y sí dije ya valió verga, los voy a matar. Me sentía desesperado. Fui a mi casa y agarré el revolver. Vi a mi hijo, qué tenía cinco años, acá de este lado", y señala su costado izquierdo, a la altura de su pierna.

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"Chale, si me disparo le va a reventar a mi hijo también, pensé. Entonces me cambié el arma a la derecha, la metí en mi boca y ¡pum, güey! Estaba sentado, así como ahorita y mocos, me paró, cabrón. Me quedé parado, con la fusca de este lado y un chingo de sangre escurría. ¿Estoy vivo o estoy muerto?".

Su voz se transforma, se vuelve solemne, se pone de pie, como quien va a ofrecer un discurso importante. Conforme suelta frases su rostro se endurece, su entonación es rencorosa y su mirada hacia la nada se llena de resentimiento.

"Entonces compuse esto: La automuerte o suicidio es un derecho humano ante un mundo sembrado de terror nuclear. Esa pinche vieja, de vida anormal y primitiva, sigue culera y ojete, por eso el pinche suicida del Escalera ya es una persona que ama la vida y abraza a la muerte. Por eso el nombre del final es El Arcángel de la Muerte. Dios me dé su bendición porque confía en mí. Vida y justicia divina. Amén".

Escalera se santigua, besa la cruz percudida de mugre que formó con los dedos de su mano derecha y vuelve a sentarse en el piso. Enseguida el rencor desaparece de sus ojos y de su voz. La bala salió por su mejilla izquierda, a pocos centímetros del pómulo. Una cicatriz con apariencia de moretón es la secuela de su intento de suicidio.

"Me quedé ahí como una hora con mi hijo. Estábamos viendo la tele, a Eliot Ness y Los Intocables. Mi hijo me decía Papá mira, se oyeron balazos. Estaba espantado", y el teporocho ríe como quien se acuerda de una travesura. "Yo no sabía si estaba muerto. Tenía ahí una caja con un chingo de pomos, de alcohol, pero vinos chidos. Agarré un pinche litro, me aventé el alcohol hacia la boca y escurría mi sangre".

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El hombre encorva los dedos de su mano derecha, como si sostuviera un vaso, la pone a la altura de su mejilla izquierda y luego la lleva hacia su boca simulando tomar algún líquido. Así revive el momento en el que, bajo el impacto psicológico de haberse dado un balazo, la frustración por no lograr matarse y su amor propio herido por la infidelidad de su mujer, bebió su sangre mezclada con licor. Minutos después, que para Escalera fueron como una hora, llegó la ambulancia y la policía; los vecinos de la colonia Vallejo reportaron un fuerte estruendo, algo parecido a un balazo. Ramón Escalera tenía reventado el pómulo, la mandíbula y el maxilar superior zafados del lado izquierdo, la cara interior de la mejilla con quemaduras y el rostro hinchado.

Tras salir del hospital ya no regresó a su casa. Vivió en su oficina sumido en la depresión. Luego de dos o tres meses por fin salió a la calle, pero al poco tiempo renunció a su trabajo. Le faltaban tres años para jubilarse. Frunce el ceño para recordar en qué momento se fue a vivir a la calle, cuándo se convirtió simplemente en Escalera y por qué llegó a Santo Domingo. Cierra los ojos, busca en la memoria pero no encuentra o no quiere encontrar nada.

La China grita. Saca a Escalera de sus recuerdos. Quiere que prenda el cigarro de mariguana y como si fuera un niño en la etapa de los berrinches no para de decir: "¡Prende el cigarro, prende el cigarro. El cigarro, cagada!"

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III

"Hoy en la noche voy a dejar de tomar para tragarme una pastilla", dice La China aún bajo los efectos del panalito. "Ahí la tengo. De veras, hoy en la noche ya no chupo. Me tengo que tomar la pastilla cada ocho horas".

Pero La China sabe que es casi imposible su propósito. Trata de convencerse a si misma, se toma la cabeza con las manos y su voz suena con angustia. No hace mucho ingresó al Hospital Gregorio Salas, en el Centro Histórico. La nota médica que le dieron dice que Elizabeth Pacheco Osnaya tiene diabetes y presenta un cuadro de deshidratación, mareos, vómitos y diarrea. La detuvieron cuando fue a visitar a Escalera, quien fue recogido por una ambulancia tras una congestión alcohólica.

"Tengo sueños de piedra, porque yo la fumaba. Ahorita sólo le meto a la mota, al alcohol, de vez en cuando a la piedra".

Ella sabe donde conseguir todas sus drogas y los precios: la mariguana desde 10 pesos, el panalito en 15 y el punto de piedra o crack, que la tiene prácticamente con la piel pegada a los huesos, en 30.

La China tenía 13 años cuando abandonó su casa, en la colonia Bondojito, al norte del Distrito Federal, una zona cuya fama de conflictiva todavía la persigue aunque las estadísticas digan lo contrario. Le gustó el alcohol, el vicio, como ella le llama. Un día tras salir de la escuela ya no regresó al hogar. Estaba terminando el quinto año de primaria.

Desde entonces su familia le ha seguido la huella, saben de los lugares en que ha estado, la gente con la que convive, las drogas que se mete. Más por voluntad de su parentela que por ella misma terminó de estudiar la secundaria a los 17 años. Su mamá ha intentado convencerla de que regrese con ellos, pero La China no quiere.

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"Allá está mi casa. Me dejan entrar, la que no quiere estar allá soy yo. Me gustó el vicio, me gustó el alcohol. Allá está mi papá, mi mamá, mi hermana, mi hija, mis sobrinas. Mi hija tiene ocho años. No, no es del Escalera. Mi marido vive en Cuautepec. ¿Que qué hacia? Se hacia pendejo, el cabrón. Nomás estábamos juntados. Ése es mi marido y éste es mi amante", señala a Escalera y sonríe cuando ve que el teporocho se resbala. Está muy borracho. "Déjalo, así se pone cuando está pedo".

Y para evadir el tema, La China grita a Escalera que se levante. La familia le duele, se le nota en el rostro, su actitud cambia: deja de gritar para hablar sobre ellos con un volumen de voz moderado.

"El otro día vino mi mamá. Me dijo que ya me componga. Yo le dije que sí, pero este pinche vicio, este pinche vicio está bien cabrón".

Y entonces sume la cabeza entre sus piernas como escondiéndose de la realidad.

IV

Durante las últimas semanas Escalera deambula solo por las calles. De hecho, casi no duerme en Santo Domingo. Ahora pasa la noche aquí y allá. Desde que La China se fue para su casa porque se sentía muy mal —la diabetes le está cobrando la factura del abuso en consumo de alcohol y la mala alimentación— parece animal abandonado. Como que no se halla. Se sienta en una banca y me dice que no duerme más ahí porque una de las empleadas de limpia del gobierno del Distrito Federal le tiró su cama de cartón, retazos de tela y algunos papeles, entre los que se encontraban sus recetas médicas y unas fotos con La China.

"Hace mucho frío y necesito otra cobija para hacer una cama. ¡Esa hija de su pinche madre me tiro todo, todo!". Escalera enojado, dirige la mirada y el rostro hacia la empleada de limpia que barre a uno pocos metros de nosotros.

Escalera le da una fumada a su cigarro de mariguana y en un momento inesperado me ofrece un toque. Titubeo un poco, el prejuicio me persigue y no quiero colocar en mi boca el mismo churro que está fumando. Sin embargo, tampoco quiero decirle que no. Para un adicto no hay ofrecimiento más sincero y muestra de amistad que compartir su droga. Escalera se percata de ello.

"Pon el cigarro en tus dedos, cierra la mano. Pon el hueco entre el dedo gordo y el otro en tu boca y fúmale". Mientras me da indicaciones hace todos los movimientos con sus manos.

Al otro día encuentro a Escalera preparando su cama en el piso frío y duro del callejón de Leandro Valle. Le doy una cobija. Me ofrece un sonrisa y me dice que esa noche no pasará frío.

"Gracias carnal", expresa con sincero agradecimiento. "De veras que Dios es chido conmigo. Me da más de lo que merezco".