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Aquí, a la vuelta

La cara real del Grito

Acarreados, música y retenes en el Zócalo de la Ciudad de México.

I

"¿Apoco están dando calcomanías para entrar al Zócalo a dar el Grito?", pregunto de manera inocente a un par de chicas que caminan por la calle de Tacuba, a la altura de la estación de metro Allende, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. En el pecho tienen pegadas un par de calcomanías, una al lado derecho y la otra al izquierdo, con la leyenda "Ceremonia Conmemorativa del Grito de Independencia. Ciudad de México, 15 de Septiembre de 2014". Lo único que hace diferente un distintivo de otro es una franja verde.

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"Sí", me contesta una de ellas. "Bueno, no", dice la otra. Se miran y comienzan a reír. "Es que nosotras venimos de un comité de Coacalco y por eso nos dieron estas calcomanías para que todos pasemos juntos. ¿Vienes solo? Vente con nosotras. Si te preguntan diles que se te cayó el pegote este y ya".

Y así me convertí en acarreado para "dar el Grito" en primera fila.

Las mujeres no vienen solas, las acompañan otras cincuenta personas de todas las edades. Algunos traen las pelucas tricolor, otros tocan las pequeñas trompetas que emiten un sonido bastante fuerte. Todos gritan ¡vivas! y sueltan sonoras carcajadas. Se sienten emocionados, pero ese sentimiento no les impide poner atención a las indicaciones que daba una señora rechoncha, chaparrita, con cara dura, de esas que te sorprenden cuando llegan a esbozar una sonrisa porque piensas que su rostro es de piedra. En cada cuadra saca su iPad y toma fotos a toda la gente que lleva, bien ordenaditos ellos, con su playera o camisa verde o roja: "A ver, no se separen. Vamos todos juntos. Ahora digan hola a la cámara".

De pronto, casi llegando a la calle de Monte de Piedad, me di cuenta que no eran ciencuenta personas con sticker; fácil rebasaban las trescientas y poco a poco se unían más. Ahí estaba el retén instalado por el Estado Mayor Presidencial, que no los dejó pasar. Los comités tenían su propia entrada: debían ir a la calle de Moneda, a un costado de Palacio Nacional. Los coordinadores guiaban, así como pastores al rebaño. Era fácil distinguirlos: se movían de forma acelerada, cargaban radio, hojas con los nombres y teléfonos de las personas a su cargo y siempre estaba hablando, con voz de mando, por el teléfono celular.

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Mientras caminábamos por la calles de Brasil, Donceles y Justo Sierra aparecieron cerca de treinta autobuses estacionados. De ellos descendían otros integrantes de comités que usaban playera roja con la leyenda "Huixquilucan". Antes de avanzar hacia la entrada, una persona les proporcionaba impermeables de plástico chafa para cubrirse de la lluvia que nunca llegó.

En Correo Mayor los integrantes de los comités ya eran miles. Entre esa masa de gente me perdí y no volvía ver a las chicas que me "acarrearon". El Estado Mayor aquí coordinaba. Habían llenado de vallas la calle para controlar el acceso. Un elemento con un altavoz daba órdenes, siempre firme para dirigir al ganado: "Fórmense para que puedan entrar. Damas del lado de la pared, caballeros por acá. La fila de allá caminen hacia la calle de Moneda. ¡No se empujen!" Y algunos muchachos que venían con el comité de Tecamac soltaban el clásico ¡Eeeeeeeeeeeeeeeeeh, puto!

Pero era tanta la gente, que los soldados decidieron quitar una valla para que ingresaran. Entonces me pude colar. "Caballero, de espalda. Levante los brazos" y un policía federal pasó sus manos por encina de mi ropa para revisar si no llevaba algún arma, drogas o botellas. "Saque todos sus objetos metálicos antes de pasar por los arcos de seguridad". Y así lo hice. Coloqué mis cosas en una pequeña charola y la alarma no sonó. Estaba limpio.

Ya dentro había que formarse de nuevo para entrar a la primera fila del Zócalo. Sin embargo, algo curioso sucedió. Algunas personas se regresaban. "Dicen que ya está bien lleno, joven". Me comentó una señora con tono de molestia y decepción. "Que entremos por 20 de Noviembre. De haber sabido. Nosotras estamos formadas desde las tres de la tarde". Otra compañera la interrumpe: "Lo bueno es que no estamos sin comer. Sí nos dieron de almorzar algo en Coacalco y hace rato un sándwich. Estaba rico. Si no imagínese, ya son las 6:30, y sin comer una no aguanta".

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Y no se equivocaba la doña. El box lunch traía un emparedado de jamón, queso blanco y lechuga hecho con pan de centeno. Para completar, un plátano, para que el potasio contrarrestara los posibles calambres que pudieran sufrir y un juguito de fresa en tetrapack.

Y a pesar de su advertencia de cupo lleno, intenté pasar el último retén. Un policía me detuvo: "¿Su sticker, caballero?". Y le dí un pretexto muy barato, la verdad: "Se me cayó en el ajetreo". El sujeto me miró de arriba a abajo, con sospecha: "De dónde vienes". Y yo con toda seguridad respondí mi falso origen: "De Coacalco, jefe". La siguiente pregunta fue más complicada: "¿Quién es tu coordinador?", y yo por primera vez me sinceré: "No lo sé. A mí me invitó una amiga que ya perdí".

Otro policía mencionó "Es negativo". Y sin más me impidieron la entrada. Así terminó mi carrera como acarreado.

II

El Estado Mayor extendió sus retenes una calle más allá del Zócalo en todas sus direcciones. Parecía exagerado el dispositivo de seguridad. Hacían pasar a la gente poco a poco. Las personas eran pacientes y esperaban a que los soldados abrieran las puertas. "No pueden ingresar con objetos punzocortentes, botellas, ni apuntadores láser". Claro, había que impedir que alguien empañara el rostro del presidente con puntos verdes o rojos, como si tuviera viruela o sarampión.

Sin embargo, pese a toda la seguridad dispuesta, adentro uno podía encontrar al vendedor de globos en forma de cohete, al que distribuía cigarros sueltos y hasta una chica que ofrecía empanadas argentinas en una canasta, a 15 pesos cada una: "Me dejaron pasar, así. No me dijeron nada. Nomás les dije lo que traía, comida".

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Una vez que uno pasaba los puntos de seguridad, la plancha del Zócalo estaba a disposición. Y aunque hubo acceso desde las 12 del día, la plaza no estaba llena. Uno podía caminar sin chocar con otro cuerpo. Hasta se podía bailar la canción que tocaba en ese momento la Banda MS.

Frente a Palacio Nacional un grupo de personas de un sindicato de Tlalnepantla se tomaba la foto grupal, mientras muchos, pero muchos integrantes de comités sacaban su verdaderas intenciones: "Qué bueno que ya te alivianaste, cabrón" dice un sujeto que hoy se hace llamar Chicharito, según consta en la espalda de su playera verde. "No mames, pos ya está tocando la MS, y yo nomás por eso vine".

III

"¡Órale, queremos pasar!", se escucha una voz de reclamo en la calle de Tacuba en su cruce con Palma. Los granaderos están alineados, impidiendo el paso de la gente.

—Jefe, ¿ya no van a permitir entrar al Zócalo?

—No, caballero. El acceso se cerró hace veinte minutos, como a las 9:30. Ya está llena la plaza.

—Pero mi carnal está allá adentro y me dice por teléfono que hay mucho espacio.

—Nosotros tenemos ordenes. Ya no se puede pasar.

De pronto interrumpe la plática una naranja que aparentemente cae del cielo. El policía levanta su escudo y dice al sujeto que se retire. Entre la multitud se escucha una rechifla y un grito de "ábranse". Vuela hacia los granaderos un trafitambo, esos tubos anaranjados que colocan los policías de transito para desviar a los vehículos. Y este acto trae a la memoria de dos tipos, disfrazados con bigotes de aguacero y sombrerote, un suceso ocurrido apenas minutos antes en la calle Venustiano Carranza.

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—Chales, como hace rato, que no dejaron entrar a la hija de la Gaviota.

—No mames, ¿neta?

—Llegó en su camionetota y todos le gritaron que se bajara, que le caminara.

—Pero pinche vieja, no le gusta convivir con la prole. O pensó que el Zócalo seguía siendo estacionamiento.

—Se tuvo que regresar. No la dejamos pasar, por culera.

—Pinche Zócalo, ya nomás es de los políticos con carro. A la gente pura verga.