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Cultură

Le hice un favor al mundo al cazar jabalíes en Florida

Apuñalé a una jabalina.

Los cerdos salvajes son una especie prolífera que propaga enfermedades, destruye granjas, come desde basura hasta sus propias crías y su presencia incrementa rápidamente en la mayor parte del sur de Estados Unidos. Se sabe que los jabalíes han llegado a matar a perros y a niños pequeños. En cierto punto, los gobiernos municipales de zonas como Texas y Arkansas han tenido que establecer leyes “pork chopper” en las que se permite a los cazadores disparar desde helicópteros a los jabalíes.

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Según Discovery Channel, los jabalíes pueden llegar a medir hasta 1.80 metros de longitud y 1.20 metros de alto (busquen Hogzilla en Google para darse una mejor idea de estas horribles proporciones). Yo amo a los animales pero la plaga de jabalíes hace que crea que algunos merecen morir. Decidí inscribirme a una caza guidada de jabalíes en Okeechobee, Florida, para poder ayudar a que ese país se deshaga de estas bestias.

Antes de irme de cacería llamé a Sephen Dubinski, un experto cazador de jabalíes, para poder entender más acerca esta plaga en EU.

—La tasa de reproducción es increíble —explicó Dubinski. —Cada vez más gente se dedica a cazarlos. Sin embargo, parece que estamos perdiendo la batalla. Es una locura y es muy preocupante, en especial cuando están cerca de niños pequeños. Es peligroso. No tengo otra idea de cómo solucionar este problema más que matar aún más.

Le pregunté cómo se ve la sobrepoblación de jabalíes más de cerca.

—No he visto nunca ningún otro tipo de especie silvestre crecer de la manera en que lo hacen los jabalíes —respondió. —Una tarde, desde mi puesto en un árbol, vi a más de 70 cerditos de todos los tamaños. A todas las hembras a las que les he disparado durante estos años han estado embarazadas.

—¿Qué haces con los fetos?

—Los dejamos en el pasto —respondió. —Después llegan otros cerdos y se los comen. Por la mañana ya no hay nada.

Cuando le conté que me había inscrito a una caza guiada en Okeechobee y planeaba matar a un jabalí como una “mitzva” (buena obra) para el mundo, Dubinski me dijo que no sabía lo que era un mitzva pero que esperaba que saliera ilesa.

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—Apúntales a los hombros —me dijo. —Mata tantos como puedas.

Viajé a principios de junio al aeropuerto de West Palm Beach (Condado estadunidense en Florida) con mi amiga Sarah McKetta. A propósito, McKetta es vegana. No obstante, ahí estábamos, preparándonos para matar algunos jabalíes.

Las calles que llevaban del aeropuerto de West Palm Beach a Okeechobee tienen nombres de frutos cítricos, marcas de bebidas alcohólicas, presidentes fallecidos y términos políticamente incorrectos para llamar a los nativos americanos. Hay musgo que cuelga de los árboles y de los cables de luz. Los carriles se definen con plantas enormes y rugosas que parecen monstruos. La mayoría de los escaparates están abandonados o a la venta.

Nos instalamos en nuestro cuarto de hotel y después salimos a cenar en un Applebee’s de la localidad.

—¿Hay algo divertido que hacer por aquí? —le pregunté a nuestra mesera cuando nos guiaba a nuestra mesa.

—He estado aquí desde el 2003 —dijo amablemente. —No hay nada.

—Mañana nos vamos de cacería —le dije.

Ella asintió con la cabeza. —Por aquí la gente siempre anda cazando algo.

La mañana siguiente, rumbo al terreno de caza, pasamos junto a un anuncio en el que se leía: “Sé un hombre: compra un terreno”. En la radio escuchamos que Tracy Morgan había tenido un accidente y estaba en un estado crítico. La mayoría de los escaparates que vimos al pasar estaban abandonados y, a pesar de que el aire acondicionado nos pegaba directo en la cara, no podíamos dejar de sudar.

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Cuando entramos al camino de tierra que llevaba hacia las 323 hectáreas que rodeaban el terreno de Ron’s Guide Service (Servicio de guía de Ron) nos sentimos con si estuviéramos entrando a Jurassic Park. Habían muchas puertas y muchas señales de advertencia con bestias terroríficas pintadas. Mientras salíamos del auto, nos entro tierra en los ojos. Era hora.

Nos llamó un hombre que vestía unos jeans. Estaba parado debajo de un cobertizo de metal, rodeado de anzuelos de metal, limpiándose las manos. No puedo decir que era guapo. Su piel parecía cecina, pero él se veía saludable. Me sentía segura cerca de él, como si fuera a salvarme, aunque después me dio a firmar un descargo de responsabilidades, lo que dejó claro que no me protegería.

—¿Se encuentra Big Mama? —le pregunté.

Días antes había hablado por teléfono con Big Mama acerca del equipo apropiado para la cacería. —Usa lo que quieras menos shorts cacheteros —me había dicho Big Mama. —Es Florida, así que es probable que se metan los insectos—. Me llamaba dulzura y me pedía que hablara más fuerte. —Dulzura, estoy sorda gracias a las ballestas —explicó. Me agradó.

—No está Big Mama —dijo el sujeto y negó con la cabeza. Su mirada parecía indicar que Big Mama había muerto. —Pero estoy yo, Joe.

Joe nos guió hacia una bodega llena de armas y nos preguntó cuáles queríamos. McKetta explicó que ella no iba a cazar, que sólo observaría. Dijo que si la necesitábamos, iba a estar tomando fotos de las cabezas de los cocodrilos regadas por todo el suelo. Joe hizo que firmara un descargo de responsabilidades antes de dejarla ir.

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—También tenemos ballestas y cuchillos —me dijo Joe. —Pero primero firma este descargo de responsabilidades—. Decía que podía morir ese día y que la culpa no sería de nadie más que mía. Lo firmé.

—¿Está muy loco usar un cuchillo? —pregunté.

Stephen Dubinski se puso muy intenso en el teléfono cuando le pregunté acerca de las matanzas con cuchillo. Dijo que eran demasiado cerca y muy personales, hasta para él. Cabe destacar que soy la clase de persona que suele dejar prendida la estufa y que se tropieza mientras se pone los zapatos. Cargar una ballesta o un arma parecía una muy buena forma de matar a McKetta por accidente.

—Para nada —dijo Joe y me entregó un cuchillo de 25 centímetros. —Es más divertido apuñalar.

Le conté que nunca antes había ido a cazar. Le expliqué que en Wisconsin, de donde soy, hay mucha gente que caza venados, más que otros animales. Cuando estaba en casa, una parte de mí quería ir de cacería pero la otra parte de mí consideraba muy humanoides a los venados como para matarlos, como centauros majestuosos, o Bambi. Joe me miró como si estuviera hablando en otro idioma.

—¿Desde hace cuánto haces esto? —le pregunté.

—Desde hace 25 años —respondió. —Toda mi vida.

Arrastró a dos perros fuera de sus perreras y los metió en jaulas separadas en la parte trasera de la camioneta que íbamos a usar. Uno de los perros se pescó de sus patas traseras a la parte de afuera de la jaula en un intento porque no lo metieran.

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—¿Puedo acariciarlo?

—Mejor acaricia a Sadie —dijo Joe y señaló al perro que no parecía tener síndrome de estrés postraumático relacionado con las camionetas. —Spoon está loco.

Acaricié a Sadie y me metí a la camioneta después de McKetta. El terreno era tan rocoso que tuve que ponerme en un poco en cuclillas sobre mi silla y aferrar bien la parte inferior del asiento para no salir disparada por la ventana. La camioneta no tenía cinturones de seguridad.

—El letrero en el lugar donde estaban los ganchos de carnicero —le grité a Joe para que pudiera escucharme por el ruido del motor. —Había un letrero en la pared con varios animales y cantidades de dinero.

—¿La lista de precios? —preguntó Joe.

—Sí. ¿Qué era eso de ‘Perros: $2000’ [el equivalente a 26 mil pesos]? ¿Es por si la gente quiere comprar perros?

Joe rió. —Eso es por si la gente mata a los perros. A veces los apuñalan por accidente.

—¿Qué? ¿Cómo?

Él se encogió de hombros. —No sé. Pero si lo hacen, ganamos dos mil dólares.

—Escuché que en algunos lugares protegen a los perros con chalecos de Kevlar.

Joe rió de nuevo. —Aquí no. Las cicatrices son bellas.

Sentí que me iba a desmayar. Hacía calor, la camioneta gigantesca caía en baches enormes y tenía miedo de apuñalarme a mí misma con el cuchillo que traía en la mano.

—Ahí hay uno —gritó Joe. —¿Lo ves?

McKetta y yo negamos con la cabeza. Joe detuvo la camioneta, se bajó y abrió la jaula de Sadie. Ella saltó, y empezó a brincar entre el pasto como si fuera un perro feliz salido de un comercial de croquetas para perro, sólo que más delgada y probablemente maltratada.

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—¿Cómo funciona esto exactamente? Le pregunté a Joe cuando se volvió a sentar en el asiento del conductor.

—¿Hablas de apuñalar? —Joe condujo la camioneta siguiendo a Sadie por el camino de tierra mientras ella seguía el rastro de olor de algún jabalí que no vimos. —Atraviesas la axila y llegas al corazón—. Sin detener la camioneta, Joe tomó mi cuchillo e imitó en el mismo el movimiento que había descrito.

—¿Las personas resultan heridas a menudo cuando hacen esto o sólo los jabalíes? —pregunté.

—Por eso te hicimos firmar el descargo de responsabilidades.

—Pero no es muy grave, ¿o sí?

—A veces sí lo es.

—No te preocupes —añadió Joe al ver la cara que puse. —Los que resultan heridos son los que están locos. Saltan de la camioneta a la espalda del jabalí o cosas así. Es muy insensato.

—Vas a dispararle antes de que yo lo apuñale, ¿cierto?

—No, sólo voy a sostener sus patas.

—¿Pero qué hay de sus colmillos?

—Tienes que ser cuidadosa. Por eso firmaste el descargo de responsabilidades—. ¿Por qué seguía mencionando ese papel?

—A veces la gente se cae de la camioneta y se rompe varios huesos —añadió. —Y si te caes, los jabalíes van a atraparte, en especial ahora que Sadie los tiene molestos—. Su profesionalismo era aterrador.

Sadie ladró y nos detuvimos de golpe. Joe salió rápidamente de la camioneta para liberar a Spoon, quien salió corriendo de su jaula con espuma en la boca. Sujeté con firmeza mi cuchillo y avancé. McKetta me siguió.

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—¿Joe? —llamamos al unísono. No podíamos verlo a través de la jungla de hojas.

A la distancia, el follaje comenzaba a crujir. Se veía un poco de pelo áspero y tieso salir de entre el follaje y luego algo arremetió contra nosotras.

—¡Jabalí! —grité y acto seguido lancé un codo por encima de una rama baja mientras balanceaba mis piernas como un mono e intentaba no apuñalarme yo sola en el proceso. Para cuando McKetta alzó la mirada y vio que venía el jabalí y antes de que Joe gritara “Cuidado”, yo ya me había trepado por completo al árbol.

McKetta gritó y se arrojó a una zanja. El jabalí pasó por arriba y yo salté para bajarme del árbol y perseguirlo. Después me di cuenta que el jabalí no tenía colmillos. Era hembra.

—Vamos —dijo Joe. Hice a un lado un gran arbusto y vi que tenía a la jabalina agarrada por las patas. Spoon la tenía agarrada de la cara. La jabalina chillaba, no en el tono agudo que creí que lo haría, sino era un gruñido prolongado de desesperación. Seguro pesaba alrededor de 90 kilos.

—¡Hazlo! —gritó Joe.

Puse una pierna sobre ella y alineé la punta de mi cuchillo con su axila. Spoon luchaba por mantener la cabeza del animal quieta. A pesar de que podía ver sus dientes afilados y relucientes cuando peleaba, pude darme cuenta de que estaba sufriendo.

Por un momento creí que no era capaz de hacerlo. Tomé en cuenta que dios la había creado tanto a ella como a mí a su imagen y semejanza, y que ella no merecía esta clase de muerte antinatural. Luego la maté a puñaladas.

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Le di al corazón al tercer intento. Luego la apuñalé otras tres veces. Después, cuando sacamos el corazón de su cuerpo, noté que le había atinado dos veces.

McKetta gritó de alegría y se limpió el sudor del rostro. Había visto todo el espectáculo. —Esa cosa era un monstruo.

—Lárgate —gritó Joe. Nos tomó un segundo darnos cuenta de que no se dirigía a nosotros sino a Spoon, que no soltaba la cara del jabalí.

—¡Suéltala, Spoon! —dijo Joe y le pegó con un palo pero Spoon no la soltaba.

—¡Dije que la sueltes! —repitió Joe y pateó a Spoon en la cabeza con sus botas de casquillo. McKetta y yo contuvimos la respiración mientras Joe pateaba al perro una y otra vez.

En retrospectiva, creo que Joe esperaba que yo comprara la cabeza del animal, que la disecara y la colgara. En resumen, que pagara más. Necesitaba que Spoon soltara la cabeza, que dejara de destruir algo que podría ser una venta potencial.

Justo cuando creí que iba a matar a Spoon, éste gruño y se alejó del cadáver.

—¿Vas a querer la carne? —me preguntó Joe.

Negué con la cabeza. Estoy segura de que sabe bien pero no tenía espacio para un jabalí completo en mi congelador. Leí en internet que podías hacer donaciones de jabalíes si querías, entonces McKetta encontró una iglesia cercana que aceptaba todo tipo de donaciones de carne de animales, hasta de mapaches y armadillos. Llamamos antes para preguntar y dijeron que les encantaría recibir carne de jabalí. —Jabalí —dijo la persona al teléfono mientras reía. —Alabado sea el Señor.

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De regreso a donde estaban los ganchos de carnicero, el siguiente grupo de aspirantes a cazadores esperaba su turno con Joe. Eran de una iglesia bautista cercana.

Cuando se enteraron de que yo había apuñalado al jabalí que Joe estaba destripando, estallaron en carcajadas.

—Déjame tomarte una foto —dijo el pastor. —Quiero mostrársela a mi esposa para que sepa que prácticamente todos pueden lograrlo.

El pastor quería ver el cuchillo. Quería saber si era difícil para una chica como yo conseguir una cita.

Me di cuenta de que las únicas féminas en las inmediaciones éramos McKetta, yo, la jabalina muerta y Sadie, quien cayó muerta de cansancio en su jaula.

—¡Probablemente caza a sus novios! —gritó un hombre con una panza tan grande que parecía que estaba embarazado. —No creo que puedan decir que no.

—Oh, vamos, Larry —dijo otro tipo. —Esas dos chicas son muy gays.

—¿Qué? —dije yo.

—Tú y tu amiga —dijo y sonrió. —Tu amiga.

Miré a McKetta, quien estaba muy ocupada tomando fotos de las entrañas. Para ese entonces yo ya estaba muy molesta, ¿qué le importa? Pero después, viendo las fotos, me doy cuenta de su lugar de procedencia.

—¿Hay algo aquí que pueda acariciar? —pregunté. Mis manos estaban manchadas de sangre y tenía ganas de abrazar algo, como a un perro entrenado para funcionar como terapia o hasta una trabajadora social.

—Aquí tienes un cachorro —dijo el pastor y me entregó su perrita de caza. Era pequeña y suave y lamió mi cara.

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—¿Quieres la cabeza del jabalí? —preguntó Joe mientras drenaba la sangre. —Quité a Spoon justo a tiempo. Apenas si hay un pequeño arañazo en las orejas. Podemos arreglarla bien para que te la lleves.

—Déjame regalarte la cabeza —dijo McKetta. —Estoy orgullosa de ti.

—¿En serio?

—Sí, eso dio miedo. Creí que iba a molestarme pero no.

Joe tomó otro cuchillo y despellejó al animal hasta que su piel colgaba al revés en alrededor de su cara. Luego separó el cráneo de la columna vertebral y dejó caer todo en una enorme bolsa café de papel. La sangre escurría a través del delgado papel.

—Vamos a escribir tu nombre en la bolsa de la cabeza —dijo Joe. —De ese modo, sabrán que te tienen que llamar a ti.

—Pero cuando la reciba por correo, ¿cómo voy a saber si es la cabeza correcta?

—¿Eso qué importa? —respondió.

Joe tenía razón. Los jabalíes son unos monstruos y todos merecen morir.

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