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Cultură

Trato de ser bisexual pero soy un fracaso

Por décadas, he deseado a mis amigas, mis conocidas y bajistas en bandas de rock. Sin embargo, durante mis treinta años de existencia, no he hecho nada al respecto.

Foto por Maggie Lee

Siempre me he considerado homosexual. Cuando era niña, cada que veía el porno que transmitían en los canales del servicio de cable de mis padres, mis ojos siempre se dirigían hacía los montecitos que colgaban de las mujeres. Cada que veía películas viejas, soñaba con ser el ídolo de matiné y no la ingenua con labios de rubí, porque el ídolo era el que la besaba al final. Por décadas, he deseado a mis amigas, mis conocidas y bajistas en bandas de rock. Sin embargo, durante mis treinta años de existencia, no he hecho nada al respecto. Porque tengo miedo.

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Me enamoré cuando estaba en preparatoria. Bueno, cualquier persona con un cerebro que aún no se ha desarrollado por completo lo habría considerado amor. Se llamaba Melissa, sólo escuchaba las “primeras canciones de Billy Joel” y tenía un colchón de agua. Solíamos acostarnos en esa cama, bajo su póster de la película Romeo y Julieta, y pasábamos horas hablando de lo mucho que odiábamos a nuestros compañeros. Sus lentes eran enormes, su nariz lo era aún más, y su malestar general superaba a ambos en tamaño. Estaba obsesionada con ella.

Solía entrar sin permiso a la clase de arte para tomar fotos de Melissa (con una expresión de incomodidad en su rostro frente a una de sus pinturas mediocres) y guardarlas en mi colección. Después ampliaba las fotos a 8 x 10 pulgadas, las enmarcaba y las colocaba en los alféizares de las ventanas de la habitación donde pasé mi niñez. Por supuesto, yo creía que ella era gay. Es decir, era evidente.

Un día, ya no pude aguantar más la angustia psicológica que provocaban mis sentimientos ocultos, así que decidí escribirle una declaración épica de amor juvenil y se la envié al insulso bungalow donde vivía con sus padres ausentes. Ella era mi Alice y yo era su Gertrude. Pronto se daría cuenta de lo maravillosa que podría ser nuestra conexión creativa, nuestro lazo sáfico. O al menos eso era lo que yo creía.

Recuerdo perfectamente la tarde cuando supe que había recibido mi carta. Durante los descansos entre clases, Melissa evitó cualquier clase de contacto visual conmigo, el cual antes buscaba con entusiasmo. Cada que me acercaba a ella, se alejaba discretamente. Con esos actos me hizo saber lo que más temía. Al parecer, lo había interpretado mal y ella no era homosexual. Quizá no estaba dispuesta a aceptarse como era. Quizá yo esta en un completo error. De cualquier forma, pasé el resto de mis años en preparatoria comiendo M&Ms sola en la biblioteca a la hora del almuerzo.

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Tras esta derrota aplastante, hice lo único que me quedaba: reprimí mis sentimientos, los ignoré y pasé los siguientes diez años y pico yendo de novio en novio (porque, como todos saben, sólo hay tres maneras de solucionar un problema: por medio de rezos, violencia o negación).

Foto por Jamie Lee Curtis Taete

Acepté la atención heterosexual como dogma de fe e hice mi mejor esfuerzo para ser una chica heterosexual buena y decente. Era eso o hacer el ridículo, una injusticia que no estaba dispuesta a sufrir otra vez. El fantasma de Melissa, de su rechazo, me perseguía y evitaba que siquiera pensara en volver a intentarlo. Así que pasé años ignorando mis inclinaciones lésbicas y la pornografía que vi durante mi niñez.

Hasta el día de hoy. Por fin, a la maldita edad de 31 años, estoy dispuesta a aceptar quién soy y a adoptar esta faceta de mi sexualidad, porque estoy demasiado vieja como para tener tanto miedo. No obstante, el hecho de que estoy tan vieja y que tengo tan poca experiencia me pone en una gran desventaja. ¿Y ahora qué hago?

Tengo muchas amigas que aseguran ser bisexuales, aunque nunca las he visto con otra mujer. ¿Mienten para atraer a los hombres? ¿También tienen miedo? No tengo ni puta idea. Sólo sé que me incomoda mucho hablar con ellas sobre nuestro gusto compartido por las vaginas. Y ni hablar de invitarlas a salir.

No sólo soy pésima en esto de ser bisexual, también me cuesta trabajo identificarme así. Me siento incómoda cada vez que mi amigo Guy, un homosexual defensor de la causa, me suplica que adopte la etiqueta de “queer”. Tengo el mismo problema a la hora de identificarme como alcohólica (porque, ya saben, eso nunca provocó que me quitaran a mis hijos ni nada). Siento que identificarme como marica cuando no soy completamente gay (lo que dije antes hizo parecer que salía con hombres contra mi voluntad pero les aseguro que en serio me encanta el pene) sería una hipocresía.

Para mí, el término “queer” es un título que te ganas y no que te asignan. Y yo no soy más que una maldita cobarde. Nunca he sufrido discriminación por ser gay. Mi familia nunca me ha rechazado por cómo soy. Nunca he luchado emocionalmente contra mi naturaleza. Enamorarme de Melissa no fue lo que me hizo sentir pésimo. Fue el dolor de su rechazo. Nunca me he sentido culpable ni avergonzada por mi semihomosexualidad. La cual, dado el hecho de que nunca he hecho nada al respecto, me hace sentir como un fraude.

No es una competencia, lo sé, ser lo más humanamente gay posible para estar al nivel de personas como Cleve Jones. Pero sería agradable al menos ser gay de forma competente. Una amiga me invitó a cenar la otra noche con el único fin de informarme, como me di cuenta muy pronto, que “yo le gustaba”. Cuando recibí la información, mis ojos se salieron de sus órbitas como en una caricatura, decía “hamana hamana hamana” en mi cabeza y de inmediato comencé a beber una botella entera de vino.

Al final, huí antes de que fuera en serio. ¿Por qué carajos lo hice? ¡Esa chica me quería! ¡Yo la quería a ella! El rechazo no cruzó mi mente ni un momento. En lo absoluto. Y, sin embargo, estaba aterrada. Supongo que porque no tenía idea de lo que estaba haciendo. O tal vez porque soy una novata de 31 años. ¡Carajo! Si tan sólo portarse como queer fuera tan fácil como simplemente serlo…

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